Me pareció interesante este fragmento del
libro “Violencia silenciosa en la escuela” Tercera edición de Alejandro Castro Santander
(Ed. Bonum Bs.As. Argentina), por lo cual lo trascribo textualmente para
compartirlo con todos y todas.
El
desarrollo afectivo y psicológico, el equilibrio emocional, la formación de
valores, el desarrollo de las aptitudes intelectuales básicas y la prevención
de futuras conductas violentas, todo ello depende de la familia, pero los
apremios socioeconómicos agudos, la desocupación prolongada, ponen en tensión extrema
a la familia, y en numerosos casos la familia se quiebra. Normalmente sólo la
madre queda al frente y es así que más del 25% de los hogares latinoamericanos
están en esa situación.
La
familia, siendo la institución social principal y más importante para la
educación y la protección de sus miembros, en ocasiones se convierte en un
escenario de sufrimiento y violencia.
Los niños y niñas sufren violencia y aprenden a ser
violentos en sus casas, pero a través de agresiones que frecuentemente no dejan
huellas visibles. Es así que los niños corren más peligros allí donde deberían
estar más seguros: es sus familias. De hecho “es más probable que sean asesinados, agredidos físicamente, raptados o
sometidos a prácticas tradicionales prejudiciales o a la violencia mental por
miembros de su propia familia que por extraños” (UNICEF, 1999).
· En América Latina y el Caribe
trabajan 17.4 millones de niños. Cada
año mueren 22 mil niños en accidentes relacionados al trabajo.
·
Asia y América Latina son las
dos mayores regiones proveedoras de “niños esclavos” a las redes de tráfico internacional.
Se calcula que cada año entra 700 mil y un millón de niños son víctimas de
este delito.
·
En Latinoamérica 6 millones de
niños, niñas y adolecentes son objeto de agresiones físicas anualmente; 80 mil mueren por la violencia que se
produce en sus hogares.
(Cifras y datos extraídos de series estadísticas
de la UNICEF y OTI).
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En ocasiones, los niños y niñas se sienten incapaces de
denunciar los actos violentos por miedo a las represalias de su agresor. Puede
que el niño maltratado se sienta avergonzado o culpable, pensando que se trata
de un castigo merecido. Esto es a menudo la causa de que el niño se muestre
evasivo a hablar de ello.
Ocurre también que ni los niños y niñas ni el agresor
vean nada malo o inusual en estas prácticas, o que ni siquiera piensen que
estos actos violentos constituyen violencia, y los consideren más bien como
castigos justificados y necesarios. Recuerdo aquella escena de una película en
que Woody Allen reflexionaba:
“Mis padres no me pegaron mucho.
Creo que lo hicieron una sola vez. Comenzaron en el verano de 1942 y terminaron
en la primavera de 1945.”
Alejandro Castro
Santander.